miércoles, 22 de junio de 2011

Mad Men Escuela de Seducción

 por Martín Goméz

No hay una anécdota central ni un gancho de entrada en Mad Men. No hay islas misteriosas, ni asesinos, ni alienígenas. A primera vista, el atractivo innegable es el trabajo con los objetos de época y las vestimentas. El hecho de que casi toda la acción transcurra en espacios cerrados da lugar a un mayor despliegue en el diseño de arte. Es una serie urbana, definitivamente. Lo que ocurre puertas afuera, muchas veces, no se da en espacios abiertos sino dentro de un automóvil. La sensación de intimidad se ve reforzada por esa cámara que se aleja de los interiores hacia el final del episodio, o del encuadre de algún personaje en el marco de la puerta, no se sabe si a punto de salir o entrar, como si hubiera cierta timidez en la decisión. Solamente es cuestión de tiempo, elemento por demás acelerado en los años ’60. 



Donald Draper es el creativo publicitario inserto en esa década bisagra, que contiene lo nuevo y residuos de lo viejo. Hay machismo, la gente fuma en todo lugar y a cualquier hora, incluso las embarazadas y a nadie le importa la ecología.  

La monogamia, por supuesto, es aparente, y cada uno tiene su amante o sus escapadas; una cierta corriente que reproduce el modelo masculino y que las mujeres contribuyen a hacerlo funcionar. Peggy es la única que busca escapar del molde, o eso pareciera. Su comportamiento no es rebelde, pero logra meterse en el mundo de los hombres sin abrirse de piernas. Sólo hace un intento con Don cuando llega a la agencia Sterling Cooper como recepcionista, pero él mismo es quien la frena, en una actitud muy diferente a la del resto. Ocurre que él es diferente, a pesar suyo. Es varonil, macho de la casa y tan infiel como los otros, pero no es uno más, es alguien que acepta resignado el estado de cosas para escapar de su pasado. Don dice que no vende productos, vende advertising; no importa para que sirva, lo principal es hacer que otro compre una idea, que el consumidor sienta que obtienen un beneficio que nunca tuvieron. Contradictoriamente con esta imagen de hombre moderno y de la nueva publicidad, apoya a Nixon, o, por lo menos, tiene la intención de hacerlo ganar para presidente. Podría vérselo como un joven de la era Kennedy, pero comparte con su rival el origen humilde y sacrificado. Don es la bisagra en ese momento de la historia, cree en el cambio pero no puede quitarse de la cabeza sus orígenes. Se identifica con el conservador resentido y no ve con los mejores ojos al hijo del millonario que ahora aman los desfavorecidos. De ahí que trate de otra manera a Peggy porque en ella encuentra algo que se sale de la norma. No es una revolucionaria, pero avanza silenciosamente en terreno ajeno, imperturbable, sin perder el gesto contenido. Pasa por un embarazo y casi no nos damos cuenta, nos preguntamos si será gordura, simplemente. Tampoco sabemos si ella lo encubrió por vergüenza o si no se percató del hecho.  


                                                          Mad Men - School of Seduction

Don es un buen publicista que sabe que el envase es más importante que ser bueno o malo en la vida. Eso no existe, lo que vale es ofrecer algo que a algunos, ni siquiera a todos, les agrade. Vivir es saber engañar, de alguna manera, en el sentido más protector. El que no sabe engañar inocentemente no seduce y no avanza. Pero en su caso, lo planificado se va hundiendo en el remolino de los ’60. En una etapa conflictiva, de renovación, su máscara ya no le sirve. El sinceramiento quiebra las viejas costumbres e hipocresías, pero nunca llega a ser definitivo, subsiste hasta que se consolida en un nuevo disfraz. Don es un moderno en su trabajo y un anticuado en sus usos y costumbres, los que se derrumban ya desde los títulos.   


Mad Men está cercano a ser el equivalente dramático de Seinfeld. La famosa comedia de los ’90 era catalogada como aquella que trataba sobre nada porque sus participantes hablaban sobre banalidades. Por supuesto, no quiere decir que estuviera vacía de todo contenido, lo que ocurre que las cuestiones que contenía eran tan nimias que daba esa sensación. En realidad, sucedían cosas que todos podían reconocer en sus vidas, pero que eran tan intrascendentes que no tenía sentido hablar sobre ellas. Seinfeld era un microscopio bien ubicado para agrandarlas y crear un universo fuera de este mundo, no porque no existiera, sino porque no estaban puestas en discurso alguno. En definitiva, esta sitcom terminaba siendo mucho más real que el reconocimiento que podían ofrecer otras tantas en temas grandes de la vida, como ser el trabajo, el amor, los amigos, etc. 

La serie que nos ocupa no busca un efecto cómico ni nada que se le parezca. Además, la televisión de los Estados Unidos no tiene a la risa como protagonista en estos momentos, sino todo lo contrario. La vida de Don y el resto de los personajes es la de unos clase media cualquiera en ascenso, con sus ambiciones, que se despiertan a la mañana, desayunan, tienen reuniones laborales, vuelven a casa y cena. Aunque tampoco estamos ante un producto que hable sobre nada, si que muestra un panorama poco común hoy día. Si Seinfeld ponía el aumento sobre lo que no le damos importancia cotidianamente, y por eso parecía un mundo extraterrestre, Mad Men expone un universo desaparecido, en buena medida. Y para que esto no sea un objeto fosilizado, meramente ilustrativo, el elemento central es el paso del tiempo, el cual tampoco está explicitado en palabras, ya que sería muy aburrido y poco sutil,  sino que es ostensible, está puesto sobre los elementos. Es físico. No hace falta contar el clima caluroso a lo largo de todo un episodio la necesidad de comprar un aire acondicionado para la casa, lo vemos en los rostros brillantes de los personajes. Peggy y Betty descubren el vibrador femenino a partir de un cinturón eléctrico para reducir la panza y de un lavarropas, respectivamente. Como en Seinfeld, el detalle es lo más nutritivo de la serie, y que sostiene la historia enrevesada de Don. A la cara suficiente y casi de piedra de Jon Hamm, se le contrapone la de Betty, que se va descomponiendo a medida que pasan los episodios. January Jones actúa con los ojos, con parpadeos molestos y algunas aperturas desmesuradas, como si se quisieran salir de sus cuencas. Si bien no es feminista y es sólo un ama de casa, empieza a creer en el cambio frente a un marido que se derrumba. Y, de nuevo, Don tiene una fachada de macho conservador que le cuesta creérsela, cada vez más. Pertenece a una generación intermedia que quiere huir de la guerra  y que, según Roger Sterling, no saben tomar alcohol. Es viejo para 1960 y joven para la primera mitad del siglo XX. La más desafortunada quizás sea Joan, que no tiene ni la mirada inquieta de Betty ni la iniciativa activista de Peggy, porque es un modelo que comienza a envejecer. El cuerpo voluptuoso que tanta seguridad le daba en el pasado ahora es un estorbo, no sabe hacer otra cosa que complacer a los hombres para obtener algunos beneficios y sentirse medianamente independiente. La falsa imagen de mujer que hace lo que quiere cambia a mujer con la que ellos hacen lo que quieren. Nunca sabremos que tanto de amor y que tanto de conveniencia tienen sus escarceos con Roger, aunque son simpáticos y gozosos, pero cuando sienta cabeza y se casa, su marido la viola sobre la alfombra de una oficina, como si fuera un maniquí. Momentos fuertes como este no son comunes en Mad Men, ocurren en forma de explosiones muy esporádicas. Otra ocasión descabellada se da cuando una empleada un tanto excitada le cercena un pie a un empleado con una maquinaria agrícola, en medio de una fiesta en la oficina. Esta situación gore y totalmente insólita ocurre con ráfaga de sangre y todo, cortando por completo la previsibilidad de la historia. Antes que insertos gratuitos son erupciones por acumulación de una violencia que no está bajo la superficie, como suele decirse;  está en primer plano, aunque quiera convencernos de que es otra cosa, de que son comportamientos naturalizados.

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