viernes, 17 de diciembre de 2010

Hollywood in Soldati

Crónica y fotos sobre la toma del Parque Indoamericano. Texto por Helena Perez - Fotos por Ignacio Smith
Son las 4 de la tarde y estamos yendo en auto a Soldati-Lugano. El tráfico está muy pesado, comentamos que seguramente debe haber pasado algo. Dos ambulancias y un camión de penitenciaría lo confirman; nos obligan a desviarnos. En el peaje, Rulo le dice a la chica con gorrito que nos deje pasar ya que fuimos obligados a desviarnos. Increíblemente accede, nos deja pasar. Para que le cuentes a tus hijos, me dice.
A la altura de Dellepiane, donde empiezan los monoblocks, estacionamos. Unos tachos de basura bloquean la entrada a un asentamiento, el comienzo, el aviso de una de las tantas villas que rodean Soldati y Lugano. La villa veinte, Ciudad Oculta. Hoy comienza el quinto día de ocupación en el Parque Indoamericano que es tan enorme que para hacerse una idea real de su tamaño hace falta una vista aérea. El censo de hoy dio como resultado a 1.600 familias. A medida que pasan los días también pasa la salud. Se habla de brotes de cólera y de dengue; la diarrea y los problemas estomacales o los picos de fiebre o intoxicaciones dentro del predio ya son una realidad y la asistencia médica o no llega o no alcanza. Los días de calor empeoran las cosas y los baños químicos, el agua, la comida no alcanzan. Hay mujeres, hay niños, hay ancianos. Al escribirlos no se puede creer esa frase que jura vienen primero. A menos que primeros ahora signifique últimos.
Me quedo en el barrio mientras Rulo camina solitario hacia el Indoamericano. En una esquina en donde el pasto es muy verde y el sol se abre paso entre el cielo muy azul, una niña con su madre piden que les saquemos una foto. Levantan un cartel que dice “A río revuelto ganancia de pescadores”. Un fotógrafo de P/12 les dice que no puede sacarles una foto. Saco la cámara y me dan una paliza. Sobre el puente un grupo de chicos de entre 10 y 20 años nos observa. Prendieron fuego restos de gomas, madera, basura. Bajo el puente sobre la avenida también cortaron. Un patrullero de la policía federal transita pasivamente y se pierde a lo lejos. La única fuerza visible es gendarmería a pocas cuadras y nada más. Llama la atención un chico a caballo que ondea la bandera argentina. “A este no lo dejen pasar que es paraguayo” grita alguien y frenan un auto. El automovilista frena, deja evaluar su condición humana, su nacionalidad. Aprueba, entonces le permiten el paso. Arranca brutalmente, si fuera el Far West se vería el humo provocado por la fuerza, levantando tierra arenosa. Pero no es el Far West. Esto es Argentina.


“Esto no es racismo, yo le compro a los bolivianos del almacén este”, me dice un chico. “Aparte no son personas, esos son todos narcotraficantes”. Pienso, me lo reservo desde ya, que si las 1600 familias fueran narcotraficantes lo que estaría tomado es el país entero. No necesitamos narcotraficantes, la desigualdad social y el falso tinte progresista ya hacen la tarea. Si a eso le sumamos que la vuelta de la política fue un maravilloso bluff para que un grupo de ¿jóvenes? transitaran su primavera kirchnerista, comienza a caerse a pedazos la teoría de todos narcos. Una chica interviene y me dice: “Yo pienso que si son de Bolivia se tienen que ir a tomar un terreno a Bolivia”. Cuando le señalo que muchos de los que están tomando el Indoamericano son argentinos me dice, que se vayan a sus provincias, de donde vinieron. Me mira fijo. Yo también quiero una casa, me dice, tengo derecho a tener una casa. Horas antes, la voz de una okupa, palabra con significado digno que los medios tiñen de estigma y miedio, me había dicho: “Para qué voy a estar pagando el alquiler de la villa si eso nunca va a ser mío”. Lógica inapelable la de la propiedad privada, a menos que todos juntos, censo o consulta popular mediante, decidamos abolir la propiedad privada y el sistema capitalista, de esto no vamos a salir. Y aunque esa fuera nuestra decisión, en un rapto de súbita libertad y socialismo, la condición humana en las palabras de los vecinos de Lugano, Soldati y los bares de Palermo se ha degradado tanto, como la condición cotidiana de vida de los que porque no tienen nada no temen perderlo todo. Aunque ese todo, ese único capital con el que cuentan sea su propia vida.
“Dicen que tomaron otro predio estos bolivianos negros de mierda”, grita un chico con gorrita, campera Adidas y aro brillante en la oreja. Pienso en el estigma que pesa sobre él en el imaginario social. Un grupo se aleja camino al nuevo predio tomado. Agitan al resto de los vecinos, al barrio, con palos y largas varas de metal. “Estos no son vecinos”, me dice una chica, “son barras, son punteros, son pendejos sin nada que hacer, sin conciencia”. Los miro pasar, quiero seguirlos pero me dicen que mejor no. Tengo conmigo solo mi cámara más pequeña y el anotador Congreso. Veo pasar un colectivo línea 47. Antes era, si la memoria no me falla era muy pequeña, el 162. Cuando aún vivía en Villa Luro tomaba siempre el 47 para llegar a Lugano, en el corto tiempo que trabaje en el MTD Aníbal Verón, actualmente, Frente Darío Santillán. Pasaron muchos años y en ese entonces Lugano ya era difícil. Lugano, o Soldati para el caso es igual, ahora son difíciles. Son lisa y llanamente imposibles.


“Acá lo velaron al pibe que remataron el otro día”. Me lo cuenta un niño con un gesto vago. “¿Algo más?”, le pregunto. Niega con la cabeza. “¿Vos lo viste?, le pregunto. “¿Cuándo lo mataron?”, me dice. “Si”, le digo. Asiente con la cabeza. De alguna manera me lee la culpa y me aclara, igual no es la primera vez que veo un muerto.
Una mujer en un Clio azul frena de golpe y grita, “Repártanlos”. Lleva pilas de volantes que llaman a cortar en Gral. Paz a las 18.30 horas. El motivo por supuesto no es solidaridad, esto es modelo Argentina 2010, no modelo argentina verano del 2002; es para que se vayan. Un periodista que camina solitario con su anotador lee el volante. Los chicos los reparten, van a caminar hasta la rotonda. Le pregunto a una señora mayor si piensan hacerlo todos los días. “Vivimos rodeados de villas no podemos salir, vivimos presos y aislados”. Escucho ese ruido que nos convocaba a los veinte a nuestra educación sentimental y política. El canto de sirena de una clase media que abandonaba su estado natural para modificar su habitat cotidiano. Cambiarse a si mismo antes que cambiar el mundo, era algo así. La dignidad de los de abajo, etc. El ruido del teflón, los elementos de la cocina en la calle, el sueño del vaciamiento, la consigna vacía, arriesgo: el capricho. Pero más allá de eso decisiones políticas, hasta acá llegamos, estado de sitio: no. Muy 2001 el ruido de las cacerolas, muy 19 y 20, muy el amor a los 20. Pero esa frase que siempre miramos con un poco de resquemor, que algunos se atrevían a perdonar pero dejaban pasar por las circunstancias, por la coyuntura. Esa frase, que se vayan todos hoy muestra su peligroso poder de adaptación, es entonada en el registro espantoso de los vecinos que piden que se vayan todos. Entre otras cosas que piden, en chistes macabros que parecen demasiado en serio en ciertas pupilas encendidas de odio. No alcanza la explicación de la xenofobia para dar cuenta del estado de las cosas y no se ultima el problema con el racismo. Es algo mucho más profundo y tiene que ver con el núcleo duro de la construcción de identidades en este país. Con el reconocimiento, con cómo nos percibimos y dejamos que nos perciban los otros. Tiene que ver con la ruptura del monopolio racista en la clase alta o los barrios de clase media. Siempre fue así, siempre tuvimos este problema, no hacía falta censar nuevamente pare descubrir que había pobres. No hace falta llegar a este desastre para saber que no sabemos que hacer con ellos. No hacía falta de repente matar a nadie. ¿Por qué tanto odio en esta gente? No lo sé, pero cada palabra que emiten degrada la condición humana. Entre risas chicas de no más de quince años desean que ojala los maten a todos. Un vecino increpa al periodista de canal 7. Cuentan como saquearon el móvil de TN días atrás. Aparecen las benditas banderas de mi país, aparecen las familias, aparecen más chicos, corretea algún que otro perro. Un labrador, que nivel.
P. me cuenta que en el Indoamericano se descartan cuerpos, aparecen restos. Los tiran los chorros o la policía, pero descartan cuerpos o lo que quedan de cuerpos. A veces, dicen los chicos que encuentran huesos en las partes más profundas del parque. Dicen, que cuando quieren matar a alguien lo meten en el predio. Dicen, no podía faltar, que las violaciones existieron en el parque. Dicen que cuando lo inauguraron en 1996, chequea ese dato me pide, iban todos los vecinos y vecinas a pasar el fin de semana. Dicen que en el 2000, o por ahí no me acuerdo con precisión, cuando la comunidad boliviana empezó a usar el parque para algunos de sus festejos los vecinos dejaron de ir. Me relata nuevamente lo de los cuerpos, volvemos sobre las violaciones, los restos de fémur que se pudo haber comido un perro. Es que no sabes lo grande que es esto, me dice. Te perdés si te descuidás. O no volvés. Eso dicen, le pregunto. Si, me dice, eso dicen. Algo de razón debe tener, con eso de que no volvés porque en este momento del Indoamericano no sale nadie.


Deleuze decía “No queda lugar para el temor, ni para la esperanza, solo caben buscar nuevas armas. También dijo “Huir y mientras se huye empuñar un arma”. Lo que no sabemos exactamente es hacía dónde huimos y con qué armas pensamos dar una batalla que parece tan interminable como esas miles de hectáreas que se cocinan al sol, en diciembre, que sin dudas, es el mes más cruel.

1 comentario:

  1. También dijo una gran frase Deleuze, que me encanta: Resistencia al presente.

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